Argentina se encuentra en el podio de los países con mayor número de muertes diarias por millón de habitantes, y la cifra total de contagios ya supera el millón. En la misma sintonía, hace semanas que San Luis viene teniendo altas cantidades de casos positivos de COVID-19, y la cifra total de contagios ya supera los 8.000. La necesidad de un balance acerca de la mala gestión de la crisis sanitaria y de las consecuencias del comportamiento de la pandemia en países con pobreza estructural, como la Argentina.

Por:

Johana Gómez.

Referente provincial del PTS / Frente de Izquierda – Unidad.

Durante las últimas semanas, el coronavirus ha vuelto a ser tapa de los principales diarios del país: Argentina fue noticia por liderar los países con mayor número de muertes diarias por millón de habitantes, además de persistir con altísimas cifras de contagios diarias.

La tasa de positividad de los testeos, cercanas al 50 %, también habla de la alta circulación viral que hay en casi todo el territorio nacional. La llegada de la pandemia a las provincias del interior del país (entre ellas, San Luis), con sistemas de salud profundamente deteriorados, muestran una postal que refleja una crisis sanitaria nunca antes vista: trabajadoras y trabajadores de la salud teniendo que elegir a quién sí y a quién no van a atender o quién sí y quién no accederá a una cama y/o respirador.

Cuando el COVID-19 llegó a la Argentina, una de las cuestiones que advertimos desde la izquierda es que, probablemente, el comportamiento del virus en países pobres como el nuestro fuera mucho más alarmante, porque tenemos condiciones y estilos de vida que denotan una gran precarización de la vida: más de 3 millones de familias en emergencia habitacional, con mala alimentación (la que les permiten sus bolsillos), que predispone a la mala nutrición; inaccesibilidad a derechos y servicios básicos como vivienda, agua potable, cloacas, luz y gas; altísimas tasas de enfermedades crónicas previas, no transmisibles, como la hipertensión y la diabetes que, además, están muy mal controladas por un sistema de salud profundamente deteriorado; y altas cifras de pobreza que llegan al 41 % en nuestro país, y al 39,2 % en el denominado “Gran” San Luis.

Todas estas realidades, las condiciones de vida, la precariedad de la misma y la pobreza estructural en las que están sumergidas familias enteras, mujeres, trabajadoras, trabajadores, jóvenes, jubiladas y jubilados constituyen determinantes sociales para enfermar y morir por coronavirus. Pero no son los únicos.

El sistema de salud – en nuestro país – es muy complejo y heterogéneo. Desde hace décadas, las principales políticas públicas en materia de salud han ido en detrimento del sector público para financiar al privado, dejando escasos recursos para fomentar la prevención y promoción de la salud. En el control de una pandemia, además de garantizar la atención individual, se necesita un enfoque integral e integrado, comunitario y territorial, de vigilancia y atención en salud, que la Atención Primaria de la Salud (APS) puede desarrollar. Sin embargo, en Argentina, la APS jamás ha contado con los recursos necesarios para desarrollar su función, y sus trabajadoras y trabajadores son de las y los peores pagos del sector.

A esto hay que sumarle otro factor que hace aún más compleja la situación sanitaria en las provincias y en las ciudades del interior del país: la descentralización del sistema de salud. Desde el menemismo, los sistemas de salud provincial y municipal dependen de sus respectivas jurisdicciones, sin que vaya esto acompañado de una partida presupuestaria acorde. La pronta instauración de la cuarentena, si bien permitió “ganar tiempo” para preparar al sistema sanitario, a nivel gubernamental se hizo mucho menos de lo necesario, con personal precarizado, con salarios por debajo de la canasta familiar y sin licencias para quienes tenían factores de riesgo.

San Luis es un ejemplo emblemático en ese sentido. Con más de 8.000 casos positivos de COVID-19 y 122 muertes (entre ellas, de tres profesionales de la salud), el sistema sanitario puntano se encuentra inmerso en una crisis profunda – al punto del colapso – que obliga a las trabajadoras y los trabajadores de la salud a salir públicamente a denunciar falta de personal y faltantes de insumos para combatir la pandemia y evitar los contagios, como así también, para asistir a quienes concurren a los hospitales y centros de salud por otros motivos u otras enfermedades.

Tan es así, que la Secretaria General de la Asociación de Profesionales y Técnicos de la Salud (APTS), Ana Lía Trifiró, salió públicamente a denunciar que “cuando tus abuelos, padres, hermanos, amigos se enfermen, cuando tengas que cremarlos, recordá que la culpa no es tuya, ni de ellos, es de los corruptos que no invirtieron nunca en salud. Los que debían velar por vos no lo hicieron. Date cuenta que para ellos sos solo un voto”.

Evidentemente, la centralización del sistema de salud y de todos los recursos disponibles, tanto del sistema público como del privado, bajo la órbita del Estado, con control de trabajadoras y trabajadores del sector y la comunidad, con compensación salarial para evitar el pluriempleo, podría haber evitado este desenlace. Sin afectar las ganancias de las empresas que lucran con las enfermedades y la salud, es bastante difícil (quizás, hasta imposible) enfrentar seriamente la pandemia.

Por otro lado, nadie puede negar que una de las principales fallas que hubo fue la baja utilización de testeos para frenar los focos de contagios, sobre todo, en los primeros momentos, donde aún era controlable y no había transmisión comunitaria. A su vez, la vigilancia de los contactos estrechos fue prácticamente nula y los seguimientos fueron escasos y tardíos.

Y, además, el Ingreso Familiar de Emergencia (IFE) de 10 mil pesos cada dos meses (8 veces menos de lo que tiene que cobrar una familia mensualmente para no ser pobre) fue absolutamente insuficiente y, por ello, millones de familias se vieron obligadas a volver a sus trabajos o salir a rebuscársela para alimentarse y alimentar a sus hijas e hijos, exponiéndose a los contagios.

En ese contexto, los distintos Gobiernos sostuvieron un doble discurso, haciendo campaña por el “quedate en casa”, responsabilizando a la propia población por contagiarse en “reuniones sociales”, mientras al mismo tiempo y cediendo a las presiones de los grandes empresarios, autorizó la apertura de industrias no esenciales, que fue lo que generó mayor circulación y mayor riesgo, contagios y muerte para las trabajadoras y los trabajadores de estas actividades y sus familias. Lo que está ocurriendo actualmente en la Ciudad de Villa Mercedes, con altos índices de casos positivos de COVID-19 provenientes de fábricas y empresas que tratan a su personal como objetos descartables, es un claro ejemplo de ello.

Por último, el sector privado de la salud y los laboratorios tienen una enorme responsabilidad en el desarrollo de la pandemia. Son quienes obstaculizaron las líneas de investigación para enfermedades emergentes con potencial pandémico (como el coronavirus), bajo la premisa: “¿para qué prevenir?”, ya que actúan bajo la lógica del mercado, dando curso solo a lo que genere ganancias. Hoy son los sectores que, desde el primer momento, sacaron provecho de la pandemia, con ganancias millonarias. La prevención no es rentable para ellos. De aquí la necesidad de que la salud sea un sistema totalmente público y que la investigación científica sea independiente del mercado y sus intereses.

En medio de una crisis económica, social y sanitaria, que amenaza con crecer y empeorar aún más las ya deterioradas condiciones de vida de millones de familias trabajadoras y sectores populares, solo medidas de fondo (como las expuestas precedentemente), que pongan por delante las necesidades de las grandes mayorías, pueden preparar las condiciones para enfrentar realmente el coronavirus y sus consecuencias.