La muestra de unidad que exhibió en La Plata el frente gobernante, en lo presencial y en el contenido de todos los discursos, tiene una fortaleza de carácter especial en el cierre de este año terrible.

Pero igualmente sirvió como respuesta a la coyuntura, con “el caso de la vacuna rusa” que llegó a ¿increíbles? acusaciones de corruptela por parte de la oposición.

En tal sentido se vio a un muy buen Alberto Fernández, que retrucó, encendido, la payasada del presidente radical Alfredo Cornejo, quien suelto de cuerpo y finalmente enredado consigo mismo afirmó que traspiés y dubitaciones del Gobierno tendrían que ver con actitudes venales.

Ese tramo del acto y todos los demás fueron relegados porque, para variar, sobresalió CFK con que el lawfare es a fin de disciplinar políticos y que ministros y legisladores tiene otros laburos para buscar, si no se animan a hacer lo que hay que hacer.

Además: debe repensarse todo el sistema de salud, alinear salarios y jubilaciones con los precios de alimentos y tarifas y, si hay crecimiento o reactivación, no pueden quedarse la plata 3 ó 4 vivos.

Quien siga sin entender o aceptar por qué Cristina es el más inmenso de los cuadros políticos, incluso detestándola, también tendría que buscarse un laburo que no sea de analista.

Mientras tanto, estamos viviendo una situación con componentes surrealistas.

Como casi nadie, virtualmente, se inquietó por buscar la traducción textual de lo que dijo Vladimir Putin, ahí vamos.

“Los expertos nos dicen que las vacunas que hoy en día entran en circulación se proporcionan a los ciudadanos de una determinada categoría de edad. Y para personas como yo, las vacunas aún no han llegado. Repito una vez más, soy una persona bastante respetuosa de la ley en ese sentido. Escucho las recomendaciones de nuestros especialistas y hasta ahora no me he vacunado, pero definitivamente lo haré”.

Lo desencadenado a partir de interpretar y nunca textualizar lo dicho por el presidente ruso está ya en las memorias de las fake locales, y no importa que la secuencia haya demostrado la falsedad de lo promovido.

Nada de eso va en perjuicio de que el Gobierno es víctima, otra vez, de errores u horrores comunicacionales que –cuidado– pueden devenir de serios problemas en cómo se gestiona el cotidiano, y frente a los cuales toda área de comunicación puede hacer entre poco y nada.

Es un disparate que en torno de tácticas, estrategia y anuncios, acerca de las vacunas, no haya centralización informativa.

El Presidente incurrió en anticipos que requerían refrendarse con suma prevención, probablemente porque lo cerca dar una buena noticia, aunque sea una, en esta instancia horrible. Se comprende, pero no se justifica.

De ahí para abajo o arriba, ya no hay control que no sea reducir los daños de lo que (se) declara.

El yerro está antes.

¿Por qué se avisa que lo bien que está programándose redundará en tener la/una vacuna antes de fin de año, en lugar de esperar a que se concrete?

¿Hacía falta generar expectativas favorables con fecha fija, para producir ahora una sospecha de efectividad vacunatoria con que la oposición se hace una fiesta, por cierto que miserable?

¿No está claro con cuáles bueyes se ara? ¿Hay una cuestión de incontinencia verbal que no puede superarse? ¿Nadie lo advierte, o nadie se decide a plantearlo con la firmeza imprescindible?

Es injusto que esta modalidad verborrágica; esta falta de coordinación; estos pifies que surgen de, pareciera, no articular nada de nada de lo que se dirá en público, le hagan daño –real y potencial– a un Gobierno capaz de haberse cargado los dos dramas a la vez: el que ya se sabía, macrismo mediante, y el que de ninguna manera podía preverse.

Dicho eso: en lugar de obvio debiera parecer mentira, pero la percepción de cómo se actúa político-mediáticamente es que entre nosotros hay una militancia por el fracaso de la lucha contra el virus.

Lo indisimulable de cómo ciertos comunicadores se deleitan con la patinadas gubernamentales; la forma en que recargan dudas y correcciones “tardías”; el ataque sistemático y hasta insultante contra algunas figuras en particular, como los ministros Ginés González García y Daniel Gollan; el señalamiento capusottiano de que “la vacuna rusa” no recibió la aprobación del “mundo civilizado”; esa sugerencia de que hay funcionarios entongados con laboratorios sin siquiera presentar un indicio, no ya una prueba; la ignorancia acerca de que prácticamente no hay lugar en el mundo en donde no haya habido marchas y contramarchas (cuando mostraron a Merkel conteniendo el llanto, en su apelación para extremar cuidados porque Alemania estaba al límite de desbordarse, la media fue comentar “qué fuerte, ¿no? Vamos a una pausa y volvemos…”).

Si se atiende sin mayor esfuerzo a la prensa internacional, se notará que hay críticas muy duras de actores periodísticos y opositores hacia el proceder gubernamental de cada sitio.

Pero una cosa es, por ejemplo, cuestionar a Emmanuel Macron porque acabó contagiado, al no guardar distancia física ni tomar recaudos en sus últimas reuniones.

Otra cosa bien distinta es que, directa y obscenamente, se persiga derrumbar todo cuanto se intenta y concreta en la pelea contra el bicho.

La autocrítica te la debo, diría Macri, sobre la secuencia de nuestros magos predictores.

Toleraron a regañadientes que la primera fase del aislamiento fuera necesaria; tardaron no más que un par de meses en propagandizar que así no se podía seguir; empezaron con dejar libres a los “runners”; siguieron con que el concepto de “salud” debía pasar primero por la economía; algún anticuarentena de los medios se cachó el virus, la pasó mal, por suerte zafó, dijo “qué lo parió, es jodido” y siguió de largo; y, de dos o tres meses a esta parte, todos confluyeron en que el desastre oficial resulta absoluto.

La “vacuna rusa” es guinda del helado.

Tomás Orduna, médico infectólogo del Hospital Muñiz, advierte sobre el detalle de que no decimos “la vacuna del Gamaleya”. Pero sí decimos “la de Pfizer”, “la de AztraZeneca”, “la de Oxford”, “la de Moderna”.

Pedro Brieger escribe en su agencia, Nodal, en su último artículo acerca de “mala intención e ignorancia”, que obviamente la Sputnik V “no tiene apellido de laboratorio suizo, alemán, francés o estadounidense, como si éstos fueran los únicos confiables (…) La Unión Soviética tuvo un alto desarrollo tecnológico-nuclear (…) y al menos un cuarto de la comunidad científica del mundo antes de su desintegración, absorbida (también obviamente) por Rusia. De más está decir que las aseveraciones sobre las vacunas rusas o chinas están plagadas de prejuicios (…) y que la historia del ´mundo civilizado` no se corresponde con el imaginario creado (…) Es posible que detrás de las críticas a ´la vacuna rusa´ haya intereses y presiones de grandes laboratorios y empresas farmacéuticas para eliminar un competidor de fuste; pero también, mucha ignorancia”.

Acerca de la ignorancia no cabe duda de tipo alguno.

Pero en Argentina hay algo más.

Algo nodal, justamente.

Allá y más allá se puede y debe putear contra las contradicciones y vacilaciones de los oficialismos respectivos; pero no es generalizado, ni muchísimo menos, que se rechace vacunar por el solo origen de la inmunización probable; o porque haya postergaciones de un día, dos, una semana, o un par de ellas; o porque la viceministra de Salud va y viene de Moscú, para el caso, junto al equipo de la Anmat, para ofrecer garantías de que todo esté en el orden más adecuado que se pueda o sepa.

Lo que hay acá es que cualquier excusa o demérito oficial pueden venir como anillo al dedo para destruir al peronismo gobernante, asimismo en cualquiera de sus significantes y significados: Alberto, Cristina, Kicillof, Máximo, lo que venga.

Y si eso implica que fracase la vacuna de donde sea, y si es rusa mejor, vamos para adelante.

Se llama odio, es lo mismo desde hace 75 años y no hay esperanza ni amenaza de morirse que lo detenga.