La ex secretaria de Deportes de San Luis, Cintia Ramírez, enfrentará un juicio oral acusada de graves delitos de corrupción: negociaciones incompatibles con la función pública, peculado, fraude a la administración e incumplimiento de los deberes de funcionaria. El pedido de condena es claro: cinco años de prisión efectiva y la inhabilitación perpetua para ejercer cargos públicos.
Pero esta no es solo la historia de una funcionaria que se extralimitó en sus funciones. Es la historia de una forma de hacer política basada en el uso patrimonialista del Estado, donde las fronteras entre lo público y lo privado se diluyen hasta desaparecer. Ramírez no actuó sola ni en el vacío: representó un estilo de gobierno que permitió, promovió y celebró la concentración de poder y el manejo discrecional de los recursos del Estado.
Durante su gestión, Ramírez presidió simultáneamente la Secretaría de Deportes, el Ente Deportes y el club San Luis Fútbol Club, una estructura triangular que le permitió transferir fondos públicos directamente a una institución presidida por ella misma y su pareja, sin controles efectivos y con apariencia de legalidad. Las 188 transferencias por más de $166 millones fueron solo una parte del entramado. A ello se suma la escandalosa compra de un colectivo en condiciones mecánicas deficientes y con un sobreprecio de $175 millones, pagado a una empresa sin antecedentes en la venta de vehículos de transporte.
El fiscal Francisco Assat Alí fue claro: Ramírez intentó institucionalizar la corrupción, crear un andamiaje administrativo que simulara legalidad mientras desviaba fondos públicos para fines privados. La Fiscalía de Estado también lo confirmó: el club creado por Ramírez sobrevivía exclusivamente de recursos estatales, gestionados por sus propios funcionarios.
Pero más allá del caso puntual, este juicio es simbólico. Es el resultado judicial de un ciclo político que terminó, pero cuyas consecuencias todavía están muy presentes en la provincia. Durante años, la familia Rodríguez Saá construyó un sistema cerrado, vertical y sin rendición de cuentas, donde el poder se ejercía como propiedad hereditaria y el Estado se utilizaba como una extensión del proyecto familiar. Cintia Ramírez —sobrina política del exgobernador— es una exponente directa de ese modelo.
Hoy la Justicia tiene la oportunidad de marcar un antes y un después. Este juicio no debe reducirse a una figura ni a un expediente. Debe convertirse en el punto de inflexión para revisar prácticas, desmontar redes de privilegio y garantizar que lo público vuelva a ser verdaderamente de todos.
Porque si algo enseña el caso Ramírez, es que el abuso de poder no siempre es ruidoso ni violento. A veces se firma con birome oficial, se disfraza de gestión y se oculta detrás de discursos progresistas. Pero al final, siempre deja la misma herida: la traición a la confianza de la sociedad.