Los Nadies
Sueñan las pulgas con comprarse un perro y sueñan los nadies con salir de pobres, que algún mágico día llueva de pronto la buena suerte, que llueva a cántaros la buena suerte; pero la buena suerte no llueve ayer ni hoy ni mañana ni nunca ni en lloviznita, cae del cielo la buena suerte, por mucho que los nadies la llamen y aunque les pique la mano izquierda, o se levanten con el pie derecho, o empiecen el año cambiando de escoba.
Los nadies: los hijos de nadie, los dueños de nada.
Los nadies: los ningunos, los ninguneados, corriendo la liebre, muriendo la vida, jodidos, rejodidos.
Que no son, aunque sean.
Que no hablan idiomas, sino dialectos.
Que no profesan religiones, sino supersticiones.
Que no hacen arte, sino artesanía.
Que no practican cultura, sino folklore.
Que no son seres humanos, sino recursos humanos.
Que no tienen cara, sino brazos.
Que no tienen nombre, sino número.
Que no figuran en la historia universal, sino en la crónica roja de la prensa local.
Los nadies, que cuestan menos que la bala que los mata. (Eduardo Galeano)
Los nadies en los incidentes viales son todas esas personas que pasan inadvertidas y sólo nutren las estadísticas del Estado y otro costo social más profundo, y a la vez oculto, y casi imposible de estimar por otro lado.
Podemos pensar por un momento en que alguno de los adolescentes muertos en accidentes de tránsito sea una persona especial, de esas cuyo peso específico es tan grande que por sí mismas generan cambios en la sociedad. Si Albert Einstein hubiera muerto en un accidente de tránsito antes de postular su “Teoría de la relatividad”, ¿Sería la física moderna la misma que es hoy?
Tampoco se puede estar seguro de que cada idea de Newton hubiera podido ser reemplazada por las de Leibniz, y la matemática moderna hubiera sufrido un retraso en su desarrollo de varias décadas o más. Probablemente la música moderna no sería la misma si John Lennon no hubiera sobrevivido hasta los cuarenta años, y tampoco sería la que es hoy, si estuviera vivo en el presente. Se puede imaginar una sociedad sin Galileo Galilei, sin Pasteur, sin Shakespeare, sin el Che Guevara, sin Mozart, sin Leonardo Da Vinci. Es difícil decir si sería mejor o peor, pero sin duda sería distinta a la actual. Las preguntas, entonces, que deben hacerse son: ¿Cuántas de las personas que mueren anualmente a causa de accidentes de tránsito tienen el potencial de generar cambios culturales, económicos, sociales o de algún otro tipo? Y ¿Se está haciendo todo lo posible para evitar pagar ese costo? La primera pregunta es obviamente una conjetura casi sin respuesta, donde todos los escenarios son posibles, pero la segunda parece poder responderse, casi intuitivamente, de manera negativa…
El filósofo francés Blaise Pascal proponía una equivalencia entre la movilidad y la vida misma. Es imposible pensar cómo nos desenvolveríamos a la sociedad moderna sin el automóvil, casi de la misma manera que no se puede concebir la idea de un mundo sin computadoras, sin internet, o sin teléfonos. Los seres humanos asumimos que el hecho de estar vivos y de pertenecer a una sociedad implica una serie de riesgos que se deben correr para poder desempeñarnos en nuestras funciones cotidianas. Enfrentamos la muerte a diario, sometiéndonos a riesgos de distinta naturaleza (quienes viven en las grandes ciudades saben que los peligros que corren son muy distintos a los de un habitante del campo) y entienden que la muerte acecha a todo el mundo en más de una forma.
Pero lamentablemente hemos naturalizado e incorporado la idea de que los decesos ocurren de manera natural, o por enfermedades, y en mayor proporción a medida que envejecemos en los atónitos rincones del colectivo imaginario.
Por eso es importante que entendamos que la franja más expuesta a ser víctimas en accidentes e incidentes de tránsito es el segmento de edades entre 16 a 27 años. Ya hemos abordado este tema, pero recordemos que son sus hábitos los que los exponen a todo tipo de riesgo al manejar un vehículo -en general ocupan automóviles en los momentos más peligrosos, de noche los fines de semana, muchas veces bajo el efecto del alcohol o drogas- como así también por sus comportamientos -son los circulan a mayor velocidad y los que conducen de manera más imprudente ya que sienten que nada puede dañarlos- Y así mismo, mientras más destrezas puedan hacer dentro de su mundo, mas viriles son, llegando a entramar un círculo vicioso letal.
La muerte de personas jóvenes afecta, con su carga brutal de sin sentido, a toda la familia. La culpa que genera en los padres es insostenible (¿Por qué lo dejé ir?); los conflictos de la pareja se acentúan, y el dolor de la pérdida deja un vacío casi imposible de llenar, mientras todo se desmembra. En consecuencia, nuestra sociedad no sólo pierde a la persona involucrada en el accidente, sino que generalmente pierde por un tiempo largo (a veces para siempre), y aunque sea parcialmente, a su entorno más cercano.
Por último, la muerte de personas adultas también repercute en los jóvenes y en los niños que pierden a sus padres, afectándolos de por vida.
Cerramos con una reflexión que hizo Ralph Naher, en la década del sesenta:
“Algo ocurrió con la inteligencia humana cuando empezaron a utilizar vehículos. La muerte y las heridas ocasionadas por los accidentes se empezaron a llamar actos de Dios, o mala suerte. Librarse de una herida o de la muerte en un accidente es considerado un milagro. Aun la gente que por su formación intelectual debiera buscar una explicación racional cree que las fuerzas en juego en los accidentes de automóviles son demasiado grandes para que las soporte el cuerpo humano, sean cuales fueren las circunstancias. De manera que se dedicaron a la prevención de accidentes y no a la prevención de las heridas cuando aquéllos ocurren”.