Poesía periodística (Parte 15)
Poema dedicado a Olga Liliana Reinoso
Libertad

¡Pájaro Suelto!
Se abre la jaula
brilla en el árbol
Poema extraído del libro Epitafios (de amor y desamor) Luis Vilchez, Colección Libros de la calle, año 2009
Luna lunera, cascabelera
San Luis (LaNoticia) 03-07-15. Estábamos en América, Buenos Aires, un buen día de unos momentos de luz que nunca olvidaré. Mi entrañable amigo, el actor, cuenta cuentos y educador popular Walter “El Negro” Sacaba, había gestionado para que yo pudiera participar de un encuentro nacional de narradores.
¡Oh sorpresa para mí, al llegar al encuentro! Todas mujeres, casi en su mayoría jubiladas. Todas con mucha frescura y dulzura en el alma-poeta.
Recuerdo que entre todas me cuchicheaban: ¡Tendrías que conocer a Olga Reinoso! ¡Vas a ver qué generosa y donosa para convidar palabras andantes, historias de vida, sobre todo a los jóvenes!
Nos habían organizado un cronograma de actividades, para que todas y todos vayamos a narrar a escuelas del pueblo.
Como siempre, bendecido por el viento, me tocó compartir la agradable tarea de narrar en una primera instancia con la madre de una ex compañera de estudios de la carrera de educación especial en la UNSL, en la década del noventa, tiempos lejanos y agradables. Tiempos posmodernos, en que muy pocos se animaban a soñar.
Luego de esa bella experiencia participativa y fraternal, alguien me llama y me dice: ¿Quieres venir conmigo a una escuela secundaria? Quien iba a ser sino Olga Reinoso. Y allí partimos, a volar en una nube de cristal, compartiendo silencios y textos del amor, con decenas de jóvenes, que ya estaban en sus últimos pasos de agua por la escuela secundaria, quizás soñando un futuro próspero para sus vidas de inquietos pájaros buscadores.
A pura oralidad La Reinoso convidaba historias que dejaban a esos jóvenes con los ojos abiertos, narraciones que ella manejaba a lujo y placer, si quería duraban quince minutos, media hora o más. Por un momento percibí que habitaban en el colegio ángeles poetas del amor que le dictaban la letra. Creo verlos aun. Presiento que ella me los mandó, para que yo pueda seguir en el camino….
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Otra Luna
Pd: Hace varios años, participé como oyente en uno de esos “aburridos” encuentros de poetas, en donde la gente que escribe organiza para llamarse entre ellos: “poetas”, me pareció raro.
De puro buscador que soy me fui hasta el hotel potrero de Los Funes de mi San Luis querida. Elegí una ponencia sobre “El tiempo y la memoria”, articulo que días antes había escrito especialmente para el encuentro, según nos contó, la escritora y poeta Olga Orozco, (luego me iba a enterar que ella era una de los máximas exponentes de la letras de la ciudad de La Pampa). “Anónimo el poeta / traspasa el pecho”…
Quedé totalmente conmovido con la charla. Con la voz sonora de Olga. Con su humildad. Luego me acerque a agradecerle (porque siempre hay que agradecer) tan bello mensaje para el alma. La cosa es que ese día, y el otro, y otro día más compartimos café y horas de palabras que nunca olvidaré, ella me leía sus hermosos poemas, yo con fluida timidez decía los míos.
Olga Orozco era una escritora anónima para mí hasta ese día. Ella era la única del encuentro que no se presentaba como “poeta”. Pero sin embargo, era para mí la única poeta que sentí desde lo más profundo en todo el encuentro. Ella me motivo a publicar, me hizo jurar que tenía que publicar antes que se muriera, ya era una señora mayor, con voz de trueno y alas en el alma.
Pasaron los años, creo que diez, o un poco menos, y leo en un diario que ella había fallecido. Y allí me entero y profundizo sobre la vida y obra de semejante ser de luz.
Como la Olga Reinoso (también de la ciudad de La Pampa) pero que (por suerte) sigue vivita y coleando. Convidando su alegría a jóvenes con sueños. La Orozco buscaba la sabiduría por el camino de lo secreto. Invocaba la magia y la adivinación.
Creo que la Reinoso hace lo mismo. Por eso mi admiración por ella, y en ella a las dos o viceversa. Y a las que vienen y vendrán por encamino del viento.
Obra de Olga Reinoso
En la cintura de la noche
Mi boca es puro oleaje sobre tu cuerpo de cristal. Más que besar, recorre sinuosamente tu universo de cabellos de miel hasta el apocalipsis de tus pies.
No hay lugares ignotos ni rumores secretos. No hay luminosidad ni breva jugosa que me esté prohibida.
Y cuando se dan cita nuestros labios, la fusión es perfecta; el calce, justo; la sed inagotable, la pasión un abismo sin límites ni frenos.
Arde el volcán, su fuego lame las cavernas sin dolor y sin pausa.
Todo se paraliza en derredor y todo bulle. Un silencio revolucionario nos enlaza.
Se unen los cuatro elementos, se contorsionan, vuelven al principio, engendran el futuro, gozan el presente.
No es posible amar tanto una centella. No es posible sentir la mordedura del infierno justo en el punto G del alma.
Te desbordas en mí, me precipito, subes hasta la cima y te desplomas sobre almohadones tibios en el río.
Soy correntada, soy piedra lujuriosa, me bebo a lo vampiro cada gota de tu sangre impoluta y te devuelvo fénix a la vida, orgulloso de vos y de este instante.
Somos un manantial de yerbabuena, somos lavanda, ceibos y jazmines. Amos de una penumbra delictiva, oasis del jardín de las delicias.
Y de pronto te duermes. Mi mundo se ensombrece. Pero poso mis ojos en cada surco de tu cara hermosa, tu confiado reposo entregado a mi vigilia.
Descubro que te amo de una manera indescifrable, abocada, frutal, vino de vida que me unge emperatriz, poeta, amazona, vientre, custodio de tu cuerpo de ángel (aunque digas que no: veo tus alas, me llevas a volar).
Te bebo una vez más, a puro trago, aguardiente feroz en mis entrañas. Y renazco alborotada, nimbada de niñez y de impudicia. Rotas ya las cadenas del escarnio, muerta la esclavitud, sepultado el olvido.
Canto a tu selva memorable, canto al salvaje, al primitivo, al único.
Cecilia Grierson
Cecilia Grierson descansa.
Por la ventana del cuarto se van desdibujando las líneas diurnas del paisaje de Los Cocos. Abril es un ramillete otoñal de flores gualdas.
Cecilia intenta dormir.
Su cabeza de copos de nieve reposa sobre el almohadón de plumas. En la duermevela febril de la agonía, su mente se sube al tiovivo incesante de la memoria y a lomo de un caballo de recuerdos galopa entre el pasado y el presente. Por momentos se sobresalta y abre los ojos, azorada. Le hace una seña al ama y ella, solícita, le moja los labios. Pero Cecilia indica, con su mano higuerosa, el libro que yace sobre la mesita de noche. Lee por enésima vez la dedicatoria de su tío abuelo, John Parish Robertson.
“Dear Cecil:
Envuelta en la mágica dicción del escritor, encontrarás aquí todo lo que la imaginación conciba de descollante, lo que la razón requiera de profundidad y justeza, lo que el humor pueda exigir de cortesía, vigor y sencillez.
Atraviesa tú misma este lugar de las pampas de cuyo nombre sí quiero acordarme y luego de beberte todos los buenos aires, enfrenta a los gigantes intolerantes de la Facultad de Medicina. Aunque no puedas verme, yo seguiré siendo tu fiel escudero.
I love you, Grandfather John
Sonríe levemente y vuelve a cerrar los ojos. Se ve a sí misma ungida caballero frente a las ominosas autoridades de la Universidad de Buenos Aires cuando, después de la muerte de su entrañable amiga Amelia Köenig, decidió matricularse en la Facultad de Medicina y tuvo que hacer su propia defensa para obtener un permiso especial por el simple hecho de ser mujer. Pese a los comentarios malévolos y las burlas de sus compañeros, siguió adelante con excelentes resultados. Pero recién en 1886, durante la epidemia de cólera, cosechó los primeros reconocimientos sinceros al atender a los enfermos de la Casa de Aislamiento.
De pronto, la rodean. Alicia Moureau, Elvira Dellepiane Rawson y Julieta Lantieri se sientan a los bordes de la cama y hablan con fervor genuino acerca del Partido Socialista, de la completa igualdad jurídica de las mujeres, del divorcio, del mejoramiento de la maternidad.
Cecilia presiona su ajado vientre huérfano y revive el momento en que estuvo habitado por un niño que nunca creció.
Entonces, alguien entra. A pesar de los años transcurridos reconoce de inmediato su sonrisa tímida y su rostro aniñado. Es Emilio, Emilio Coni, el único compañero que la respeta y admira. Ha venido a buscarla. No lo duda un instante y de inmediato trasponen el umbral tomados de la mano.
El ama dormita en la mecedora, ajena a la celebración que estalla en el corazón de Cecilia. Ella es otra vez la joven médica llena de ilusiones que corretea por la campiña escocesa de sus ancestros.
(Nunca sabrá que, con los años, una calle de Puerto Madero recordará sus caminatas en los días de crisis, cuando buscaba la soledad dolorosa y ordenadora con el mismo deseo y rechazo que a un hombre impresentable.
Nunca sabrá, o tal vez sí, que todas las enfermeras argentinas festejarán su cumpleaños).
Danza
Voy a danzar la lluvia
sobre tu piel de arbusto.
Danzaré golondrinas
para anunciar de par en par
la primavera.
Y un solo de crepúsculo
sonará en el desierto.
Las magnolias darán
su pan de amores blancos,
soliloquio de besos,
pentagrama y palomas.
Saxofón, vos
violines, vos
piano de cola, laúdes y volcanes.
Una cantata, vos,
toda una orquesta.
Y el universo bailará conmigo.
Error
Tal vez nació en el siglo equivocado
tal vez se confundieron de galaxia
sus padres, sus nodrizas
los astros, las cigüeñas.
Camina a contramano, a contraluz
a contraviento
gesta revoluciones
con claveles.
Es de una piel sensible
como la tibia luz del limonero
pertinaz solitaria
fatal, fetal, feroz y fantasiosa.
Huye
En la orilla de las despedidas
hay cuencos con mi llanto.
Y yo, apenas, soy un ángel torturado.
Vete ya. Apura el paso
no vuelvas a mirarme ni con lástima.
Huye de mí. La tarde viaja rauda.
Te esperan otros cielos, otros árboles.
Te están llamando desde el sur del alma.
La taza
De la frágil cintura de porcelana
bebo la manzanilla que me entibia el alma.
En esa cavidad
está la historia
que va de mano en mano
hasta la boca de las mujeres.
Escucho Spanish Guitar
y me desvisto de la angustia
y de los malos pensamientos.
La taza que fue de mi abuela
que fue de mi madre
que será de mi hija
es una joya en mi mano.
Si ha resistido el tiempo
con su textura suave
es un ejemplo
que no puedo denostar.
Bebo.
La savia femenina
surca mis venas.
Mujer nieta hija madre abuela
Pequeños sorbos.
Grandes placeres.
Macedonia
¡Malditos sean la Biblia, el marketing y las horribles construcciones culturales!
¿Qué pasa con la libertad, qué pasa con mi cuerpo? ¿Siempre estaré encadenada a lo que quieran los otros? Y yo qué.
No quiero parir hijos con dolor, no quiero cambiar pañales, ni dar la teta, ni pasarme noches sin dormir, no quiero ser “pobre mi madre querida”.
Quiero fornicar tranquila, sin temor a perder la regla porque un espermatozoide tenga la mala leche de fecundar mi óvulo.
¿A quién carajo se le ocurrió que las mujeres teníamos que quedar preñadas para cumplir con el “creced y multiplicaos”?
¿Alguien tiene dudas de que Dios es hombre?
Pero no van a poder conmigo, voy a zafar, voy a volver a ser libre, voy a poder follar con él como una gata en celo y que no vuelvan a llenarme el bombo.
¿Qué dónde fueron a parar mis instintos maternales, que la vida de una mujer no está completa si no tiene un crío? ¡Patrañas! ¡Perversa confabulación de la sinarquía patriarcal!
Porque nos tienen miedo y así creen que nos van a tener atadas, sometidas. ¡Si se pudren! A mí nadie me encadena y menos una cría parlanchina que no para de preguntar, preguntar y preguntar. Y mirarme con esos ojos, por Dios, ¡esos ojos!
Cuando cerró la puerta del orfanato, una sensación de libertad la elevó en sus brazos como una alfombra mágica. Y así, tragándose el aire nuevo a borbotones, se deslizó hacia la calle en busca del tesoro. La esperaba una vida sin ataduras, puro placer, pura aventura. Se sintió liviana, joven, bella, deseable. Un ardor en la entrepierna le recordó que estaba viva y dispuesta.
Esa esclava liberta dirigió sus pasos al encuentro del amor de un hombre, de su brutalidad, de su sexo salvaje, de las noches perdidas en las garras de la droga y el alcohol.
Se dirigió a su puerta con el corazón desbordante. Nadie abrió. Silencio sepulcral.
Caminó rumbo a las vías y bajó por el terreno pedregoso hasta hallar un rincón húmedo y profundo bajo un puente. El vacío la avorazó. Comenzó a subsumirse, la mujer liberta devino en desterrada, desamparada, paria, huérfana, criminal.
Los ojos de su hija la rodeaban, la taladraban, no le daban sosiego.
Nadie lo vio
Él se las arregló siempre para salir bien parado. Claro, el hombre probo y justo, temeroso de Dios, reconocido en toda la zona por su fe y su bonhomía; el que velaba por la salvación eterna de sus hijos arrodillándose todos los domingos frente al altar como un penitente. Bien que se las ingenió para desvalorizarme públicamente, así era su palabra contra la mía. ¿Y quién iba a creerle a una mujer débil, pecadora para más datos, que instigó al bueno de su marido para que maldijera a Dios? ¿Quién, en esta sociedad hipócrita? Nadie se dio cuenta de la farsa, nadie intuyó que se trataba de una fachada, que el encantador señor Javier Cernado, en realidad, cometía a diario el peor de los pecados capitales: la soberbia. Y se ocupaba miserablemente de invisibilizar a su mujer, a la que usó como quien alquila un vientre para tener diez hijos que le dieran prestigio.
Solamente me hice popular cuando, loca de dolor, grité desde mis ovarios aquella frase célebre: “Maldice a Dios y muérete”. Entonces todos salieron a apedrearme, como a María Magdalena, pero ningún Jesús les preguntó quién estaba libre de culpa. Nadie pensó en mi desgarro, nadie pensó que yo era la madre de esos hijos masacrados. Eligieron el poder, la patología, la doble moral. Y me encerraron.
Ahora te pregunto a vos: ¿Tampoco te diste cuenta, Dios mío?