Contextualizando, creo y coincido con muchos sociólogos, antropólogos y filósofos que hoy tenemos “el cuerpo social más dócil y cobarde que se haya dado jamás en la historia de la humanidad”.
Esa docilidad y esa cobardía se percibe en él y está relacionada con los teléfonos móviles y con las tablets a las que vive conectado un habitante común del siglo XXI. Al decir que se percibe en el aire, lo digo desde la experiencia de nuestros abuelos, dado que el otro día me encuentro con un viejo amigo adulto mayor, quien me invitó a sus 50 años de matrimonio, y le pregunte: -Viejo amigo, cómo lo lograste, -Con paciencia, compañerismo y con la suerte que no había Facebook en mi época, mientras susurraba un mueca cómplice y riéndose a carcajadas… Sabias palabras pensé inmediatamente….
Y volviendo a los aparatos electrónicos, no son más que la evolución de los dispositivos que han modelado el comportamiento y los destinos de la humanidad desde hace siglos.
¿Qué es un dispositivo?
Y aquí hecho manos a las ideas de Agamben que a su vez toma los pensamientos de Michel Foucault, de Jean Hyppolite y de Hegel para establecer que el dispositivo es eso que tiene “la capacidad de capturar, orientar, determinar, interceptar, modelar, controlar y asegurar los gestos, las conductas, las opiniones y los discursos de los seres vivientes”, y esto incluye no solo las instituciones como la escuela, las fábricas, la religión, la Constitución y el manicomio. También son dispositivos “la pluma, la escritura, la literatura, la filosofía, la agricultura, el cigarrillo, la navegación, los ordenadores, los teléfonos móviles y -por qué no- el lenguaje mismo, que quizás es el más antiguo de los dispositivos”.
Aquí me quiero detener como si estuviera en el aula dando clases, qué nos quiere decir este gran filósofo italiano:
En suma, Agamben divide al mundo en dos grandes clases:
Los seres vivientes y los dispositivos, que forman una intricada red que, inevitablemente, nos condiciona, nos hace pensar, reaccionar y conducirnos de una manera determinada, aun cuando nosotros estemos muy convencidos de nuestra originalidad.
Estos dispositivos electrónico aparecen como el smartphone y la tablets, que han venido a revolucionar, y a multiplicar de manera masiva, esos dispositivos que nos han acompañado desde el principio de los tiempos, pues ninguno de estos, ni las fábricas ni los manicomios ni el cigarrillo ni la agricultura, han sido tan invasivos, ni han gozado de tanta impunidad como las tablets y los teléfonos móviles inteligentes, que son también, a su vez, dispositivos, y que invaden absolutamente todas las esferas que conforman la cotidianeidad o el diario vivir, de un individuo. Además, invaden, a diferencia de aquellos dispositivos altamente invasivos como la religión, o las dictaduras, o el capitalismo rampante, de manera rigurosamente personal, más bien de forma personalizada, en un permanente y muy íntimo tête à tête con el usuario de la tablet o el teléfono.
Y no hay que dejar de lado otra diferencia con los dispositivos invasivos, la de que el usuario tiene en alta estima a su aparato electrónico, lo lleva a todos lados, no puede vivir sin él, lo ama y le preocupa que su aparato envejezca y caiga en desuso, le preocupa no estar al día, le agobia que su dispositivo no sea ventana suficiente para mirar, y empaparse, de todos esos millones de dispositivos que son las páginas web, las redes sociales, las aplicaciones que sistematizan y propagan los millones y millones de dispositivos que están ahí palpitando, a un solo clic de distancia, listos para que el usuario voraz los consuma, los digiera y, a la postre, se deje conformar por estos. Antes de los teléfonos móviles, y de los ordenadores, el individuo gobernaba mejor su relación con los dispositivos, tenía espacio para reflexionar, la información se administraba con una velocidad de escala humana; hoy la escala es la velocidad de la luz y en ese batiburrillo de pronto el planeta entero, como sucedió hace unos días, debate si el vestido que llevaba una señora a una boda era blanco y dorado, o azul y negro. ¿La discusión sobre el color del vestido era importante? Seguramente no, pero era la que con más fuerza entraba por los aparatos electrónicos y esto nos da una idea de la nueva jerarquía que establece el siglo XXI.
En el siglo XX, la tele y la música eran dos grandes pretextos para convivir con el otro.
Los teléfonos y las tablets, además de sus múltiples virtudes, también han conseguido atomizar a la sociedad y quizá por esto, porque estamos cada vez más solos somos hoy más dóciles y más cobardes. Y en esa rotunda soledad a la que nos invita la tablet, estamos expuestos permanentemente al discurso oficial de este milenio, que es el de la preocupación de los Estados por la salud de sus ciudadanos, y la preocupación de las familias por la salud de sus individuos; vivimos bombardeados por millones de dispositivos que nos hacen ver, con una insistencia francamente sospechosa, lo perjudicial que puede ser fumar, beber alcohol, consumir grasas saturadas, no hacer ejercicio; una batería de dispositivos del miedo al envenenamiento corporal, a la decadencia física, al peligro, que atemorizan al individuo y que, seguramente, tiene que ver con eso de que somos el grupo humano más dócil y más cobarde que ha producido la humanidad.
Antes de la pc, la información se administraba a velocidad de escala humana.
Observemos, desde nuestra individualidad atómica, lo que ya ha pasado, en este siglo que apenas comienza, con el acto de sentarse a mirar la televisión, que en el siglo XX sustituyó al acto colectivo de sentarse alrededor del fuego; el televisor estaba en el salón y la casa gravitaba en torno a él, como también pasaba con el tocadiscos: la tele y la música eran dos grandes pretextos para convivir con el otro. Hoy este paisaje doméstico ha sido erradicado, se ha atomizado, cada individuo mira lo que quiere en su tableta, en su habitación y en solitario y, el aparato de televisión, que se parece cada vez más a un monitor de ordenador, o a una pantalla de cine, subsiste gracias a las películas y a los partidos de fútbol, los dos espectáculos que son capaces, todavía, de congregar a un grupo de personas que atiende a una sola propuesta. Desde luego que la tablet tiene enormes ventajas sobre la televisión, no está sujeta a un horario, se puede hacer una pausa o repetir una escena, se pueden ver producciones de todo el mundo y puede evitarse la publicidad; pero estas contundentes ventajas solo lo serán de verdad si somos conscientes de lo que esa misma tableta nos ha arrebatado.
La imagen que ilustra de verdad la atomización que producen estos aparatos electrónicos, es la del individuo que escucha música enchufado a unos cascos. La calle está llena de gente que lleva cascos, cada vez más ostentosos, y que con frecuencia van cantando la canción que solo ellos oyen; van atendiendo parcialmente los accidentes del camino y transmitiendo a los que se topan con ellos, el mensaje que pretendo atrapar desde que comenzaron estas líneas: aquí voy, en medio de la multitud, completamente solo.
En párrafos anteriores decíamos del altísimo culto de amor que le realizan a sus dispositivos electrónicos, y también decíamos que eran altamente invasivos, que llega a las calles… y en normal y natural ver a una persona inmersa en su celular.
«Peatones tecnológicos» -aquellos que transitan o cruzan la calle haciendo uso de aparatos electrónicos que distraen su atención o afectan principalmente sus sentidos de la vista y oído- son un fenómeno que no para de crecer.
Según guarismos oficiales, Fabián Pons, sostiene que las distracciones tecnológicas y cruzar la calle conversando o sin prestar atención al entorno no son un tema menor a la hora de considerar el índice de atropellos: «En nuestro país, según cifras de la Agencia Nacional de Seguridad Vial, mueren más de 620 peatones por año».
Y aquí recurrimos al Departamento de Física, de nuestra queridísima Universidad Nacional de San Luis, donde los especialistas nos dicen que el volumen de un celular tiene la misma frecuencia de una bocina de un tren, Entonces, querido lector, aquel que le diga puedo estar atento, es imposible que escuchen una ambulancia por ejemplo…
Para concluir podríamos decir que hay mecanismos, como los llamados de atención por parte de las autoridades, que tienen resultados positivos. A tal efecto, la policía en general no está atenta a los peatones. Pero si el policía que está en una esquina, cuando ve que alguien cruzar mal o usando el celular, le pegara un pitazo, sería disuasorio: a nadie le gusta ser reprendido en público». Y concluye: «A veces no es cuestión de poner una multa, sino de hacer pedagogía».