Mi hijo me preguntó hoy, por qué me preocupaba tanto la seguridad vial, además de las muertes por accidente de tránsito… y todo lo que siempre contesto. Y me preguntó por qué el gobierno no hace nada, o como traté de explicarle, no hace lo suficiente. Y, mi hijo Ignacio, dijo algo sorprendente o es la crisis que también nos afecta en todo…
En primer lugar pensé, el término crisis, entendido como un período o situación de dificultades o cambios bruscos, se puede referir a: Economía, cultura, historia, etc.
Y como consideramos que un hecho social como son los accidentes viales, creemos que lo que viene ocurriendo hace mucho tiempo es esta crisis de valores y ahora en las instituciones democráticas. Que la misma se ha acrecentado que las políticas socio-económicas han arrastrado a lo poco que quedaba a la clase media a la precariedad de nivelarla para abajo.
En consecuencia, es el colapso de la confianza. La creencia de que los líderes no solo son corruptos o estúpidos, sino que son incapaces. Para actuar se necesita poder: ser capaz de hacer cosas; y se necesita política: la habilidad de decidir qué cosas tienen que hacerse. La cuestión es que ese matrimonio entre poder y política en manos del Estado-Nación se ha terminado. El poder se ha globalizado pero las políticas son tan locales como antes. La política tiene las manos cortadas. La gente ya no cree en el sistema democrático porque no cumple sus promesas. Es lo que está poniendo de manifiesto, por ejemplo, la crisis de la migración. El fenómeno es global, pero actuamos en términos parroquianos. Las instituciones democráticas no fueron diseñadas para manejar situaciones de interdependencia. “La crisis contemporánea de la democracia es una crisis de las instituciones democráticas”, sostiene el sociólogo Zigmund Bauman.
En uno de los últimos reportajes didácticamente un periodista le pregunta sobre donde se inclina el péndulo entre la seguridad y la libertad.
Son dos valores tremendamente difíciles de conciliar. Si tienes más seguridad tienes que renunciar a cierta libertad, si quieres más libertad tienes que renunciar a seguridad. Ese dilema va a continuar para siempre. Hace 40 años creímos que había triunfado la libertad y estábamos en una orgía consumista. Todo parecía posible mediante el crédito: que quieres una casa, un coche… ya lo pagarás después. Ha sido un despertar muy amargo el de 2008, cuando se acabó el crédito fácil. La catástrofe que vino, el colapso social, fue para la clase media, que fue arrastrada rápidamente a lo que llamamos precariado. La categoría de los que viven en una precariedad continuada: no saber si su empresa se va a fusionar o la va a comprar otra y se van a ir al paro, no saber si lo que ha costado tanto esfuerzo les pertenece… El conflicto, el antagonismo, ya no es entre clases, sino el de cada persona con la sociedad. No es solo una falta de seguridad, también es una falta de libertad.
Sin fe o confianza no es posible el futuro, hay futuro solo si podemos esperar o creer en algo. Ya, pero la fe ¿Qué es? David Flüsser, un gran estudioso de la ciencia de las religiones -pues existe una disciplina de tan extraño nombre- estaba hace poco trabajando en la palabra pistis, que es el término griego que Jesús y los apóstoles usaban para “fe”. Aquel día, que iba paseando por casualidad por una plaza de Atenas, en un momento dado alzó la vista y vio ante sí escrito con grandes caracteres: Trapeza tes pisteos. Estupefacto por la coincidencia, miró mejor y a los pocos segundos se dio cuenta de que se encontraba simplemente a la puerta de un banco: trapeza tes pisteos significa en griego “banco de crédito”. Ese era el sentido de la palabra pistis, que llevaba meses tratando de entender: pistis, “fe”, no es más que el crédito del que gozamos ante Dios y el crédito del que goza la palabra de Dios ante nosotros, a partir del momento en que la creemos. Por eso Pablo puede decir en una famosa definición que “la fe es sustancia de cosas esperadas”: aquello que da realidad a lo que todavía no existe, pero en lo que creemos y tenemos confianza, en lo que hemos puesto en juego nuestro crédito y nuestra palabra. Algo así como un futuro existe en la medida en que nuestra fe logra dar sustancia, es decir realidad, a nuestras esperanzas. Pero ya se sabe que la nuestra es una época escasa de fe o, como decía Nicola Chiaromonte, de mala fe, de fe mantenida a la fuerza y sin convicción. Una época, por tanto, sin futuro y sin esperanzas -o de futuros vacíos y de falsas esperanzas-.
El filósofo italiano Giorgio Agamben comentó febrero en La Repubblica. ¿Qué hay de nuestro crédito? ¿Qué hay de nuestro futuro?
Existe aún una esfera que gira toda ella en torno al perno del crédito, una esfera a la que ha ido a parar toda nuestra pistis, toda nuestra fe. Esa esfera es la del dinero, y la banca -la trapeza tes pisteos- es su templo. El dinero no es sino un crédito, y de ahí que muchos billetes (la esterlina, el dólar, si bien no, quién sabrá por qué, quizás esto nos debería haber hecho sospechar algo, el euro) aún lleven escrito que el banco central promete garantizar de alguna manera ese crédito. La consabida “crisis” que estamos atravesando -pero ya ha quedado claro que eso a lo que llamamos “crisis” no es sino el modo normal en que funciona el capitalismo de nuestro tiempo- comenzó con una serie de operaciones irresponsables sobre el crédito, sobre créditos que eran descontados y revendidos decenas de veces antes de que pudieran ser realizados. En otras palabras, eso significa que el capitalismo financiero -y los bancos, que son su órgano principal- funciona jugando con el crédito, que es tanto como decir la fe, de los hombres.
La hipótesis de Walter Benjamin según la cual el capitalismo es en verdad una religión -y la más feroz e implacable que haya existido nunca, pues no conoce redención ni tregua- hay que tomarla al pie de la letra. La Banca, con sus grises funcionarios y expertos, ha ocupado el lugar que dejaron la Iglesia y sus sacerdotes. Al gobernar el crédito, lo que manipula y gestiona es la fe: la escasa e incierta confianza que nuestro tiempo tiene aún en sí mismo. Y lo hace de la forma más irresponsable y sin escrúpulos, tratando de sacar dinero de la confianza y las esperanzas de los seres humanos, estableciendo el crédito del que cada uno puede gozar y el precio que debe pagar por él (incluso el crédito de los Estados, que han abdicado dócilmente de su soberanía). De esta forma, gobernando el crédito gobierna no solo el mundo, sino también el futuro de los hombres, un futuro que la crisis hace cada vez más corto y decadente. Y si hoy la política no parece ya posible es porque de hecho el poder financiero ha secuestrado por completo la fe y el futuro, el tiempo y la esperanza.
Mientras dure esta situación, mientras nuestra sociedad que se cree laica siga sirviendo a la más oscura e irracional de las religiones, estará bien que cada uno recoja su crédito y su futuro de las manos de estos lóbregos, desacreditados pseudosacerdotes, banqueros, profesores y funcionarios de las varias agencias de rating. Y acaso lo primero que hay que hacer sea dejar de mirar tanto hacia el futuro, como ellos exhortan a hacer, y volver un poco la vista al pasado. Pues solo comprendiendo lo que ha sucedido, y sobre todo tratando de entender cómo ha podido ocurrir, será posible, quizás, reencontrar la propia libertad. Concluyendo la arqueología -no la futurología- es la vía de acceso al presente. Y por otro lado debemos dejar el activismo de sofá, las redes sociales se han vuelto la voz del precariado…