La noche del 19 de abril de 1991, hubo un recital de rock al que fueron miles de chicos, la mayoría pibes de barrio, hijos de trabajadores. Se encontraron con un gran operativo de la policía federal. Una razzia tan previsible, que la policía había requisado dos colectivos varias horas antes que llegaran los primeros chicos a Núñez.
En el centenar de detenidos, arreados a palo limpio, en patrulleros, colectivos y celulares, hasta la comisaría 35ª, iba un pibe que, 15 horas después, salió en ambulancia. Era Walter Bulacio, 17 años, de Aldo Bonzi.
Tres hospitales y una semana después, Walter murió. La decisión de su padre, Víctor, apoyado por la abuela Mary, de no resignarse, convirtió al pibe en emblema de la denuncia y pelea contra las detenciones policiales, el gatillo fácil y la tortura.
La causa Bulacio es uno de los mayores ejemplos de impunidad en la historia judicial argentina reciente. El juicio oral, en septiembre de 2013, llegó a fuerza de lucha, pero tarde y mal. Veintidós años tarde, con un solo imputado -principal responsable, pero no el único- y por el más leve de los delitos cometidos, la privación ilegal de la libertad. La tortura y la muerte, a pesar del claro fallo de la Corte IDH de 2003, que tuvo por probada la responsabilidad del Estado Argentino en su producción, siguen impunes. Los tres años de condena al comisario Miguel Ángel Espósito son clara muestra de que la palabra «justicia», al menos como algunos la entendemos, no tiene cabida en esta historia.
Pero al mismo tiempo, la movilización que se inició en abril de 1991 dio un enorme impulso a la lucha antirrepresiva, y tiene, hoy, un gran saldo organizativo, que no se agota con el caso de Correpi, el entonces pequeño grupo de militantes al que se sumaron Víctor y Mary Bulacio, que se venía formando desde la Masacre de Budge (1987). Varias generaciones, identificadas con la bandera de Walter, nutren hoy con su militancia cotidiana decenas de organizaciones antirrepresivas en todo el país.
Desde el asesinato de Walter cambiaron muchas cosas, 25 años no pasan en vano. Pero en lo que hace al funcionamiento de las facultades policiales para detener personas arbitrariamente, estamos peor que entonces. Después de Walter, varios centenares de jóvenes murieron en iguales circunstancias, detenidos arbitrariamente, dentro de una comisaría. En la Ciudad Autónoma de Buenos Aires no hay más edictos policiales. Los reemplaza un código contravencional como los del resto del país. La averiguación de antecedentes ahora es «detención para identificar», y, como las contravenciones, sigue cumpliendo su función de control social.
Hoy, en el marco del avance del ajuste, el saqueo y la represión impuestos por el gobierno de Mauricio Macri y los gobiernos provinciales, viene cobrando particular importancia el fortalecimiento y ampliación de esas facultades policiales -y de las demás fuerzas de seguridad- para detener personas arbitrariamente.
En todo el país, las fuerzas han recibido directivas para interceptar, pedir documentos, requisar y detener personas en cualquier momento y lugar, en una escalada que incluye bendiciones judiciales, como el fallo de principios de enero del Tribunal Superior de la Ciudad, o el posterior de la Corte que habilitó el uso de las picanas portátiles Taser.
En este escenario, el 25º aniversario de la detención, tortura y muerte de Walter fue la fecha indicada para lanzar, desde un amplio conjunto de organizaciones diversas que decidimos construirla de conjunto, una gran campaña que, en todo el país, de visibilidad a esta realidad, y permita sumar fuerzas para enfrentarla. El viernes 22 lanzamos la Campaña Nacional Contra las Detenciones Arbitrarias, con un eje común: la lucha organizada contra estas herramientas de control social, en el marco más amplio de la denuncia y confrontación con toda la política represiva estatal.