La foto es de 1974. Aparece un Lula con aires de jovencito, con una sonrisa luminosa. Un Lula que, a sus 29 años, era flaquito y lucía un bigotito de cantor de bolero. A su lado estaba Marisa Leticia, bella, en el esplendor de sus 24 años. Tenía el aire un tanto tímido de las muchachas pobres cuando viven un momento especial, y al mismo tiempo el aire porfiado de quien quiere porque quiere ser feliz. Así quedó el registro de su boda. Ella era viuda, él también. Ella tenía un hijo, que Lula adoptó con todas las de la ley. Él tenía una hija, de un amor fugaz con una enfermera. Juntos, tuvieron otros tres.
Hay otra foto emblemática de los dos, en plena campaña presidencial de 1989, cuando Lula fue derrotado por un bandolero llamado Fernando Collor de Mello. Él ya no era tan flaco, y el bigotito había dado lugar a una barba hirsuta. Ella seguía bella y el aire un tanto tímido de la foto de la boda había dado lugar a una guerrera en plena batalla.
Entre una foto y otra es como se hubiese pasado toda una vida. Él se había transformado, allá por 1978, en el principal líder sindical del país, y trataba de apresurar el ocaso de la dictadura militar movilizando miles de trabajadores a lo largo y a lo ancho del mapa.
Luego, con el respaldo de religiosos de la Teología de Liberación, un grueso y nutrido puñado de intelectuales progresistas y, claro, importantes centrales obreras, había creado, en 1980, el Partido de los Trabajadores, el mismo PT que lo llevaría a la presidencia del país dos décadas más tarde.
¿Y ella? La figura pública era Lula. ¿Y ella? Bueno, ella era su oxígeno. Su aire, su aliento.
No hubo un solo paso, un solo gesto de él en que ella no estuviese presente. La primera bandera del PT la coció y bordó ella. A cada bajón de ánimo que los tropiezos de la vida provocaban en él, ella lo alumbraba y lo mandaba de regreso al combate. Era determinada y determinante. Él combatía a la luz del sol. Ella era la guerrera que actuaba a la sombra. Sin la guerrera, el combatiente sería muy poco de lo que fue y es.
La llegada de Lula a la presidencia provocó rebelión y repulsa en los beneficiados de siempre, y euforia y esperanza en los abandonados de siempre.
La llegada de doña Marisa Leticia al mal llamado puesto de primera dama provocó la ira ponzoñosa en los privilegiados de siempre y simpatía y calidez en los ninguneados de siempre. Y ella siguió siendo ella: no se dejó ofuscar por las luces del poder, no se dejó naufragar por la solemnidad y las pompas. Siguió con los asados de fin de semana, con las fiestas coloridas de junio. Siguió su vida. Y la quisieron fulminar por eso.
Experimentó en el alma la violencia del prejuicio de clase, ese racismo perverso, mientras fue la mujer del presidente. Pero lo peor, lo mucho más perverso, vino después, cuando un juez de provincias faccioso, absurdamente parcial llamado Sergio Moro, se puso como misión de vida destruir su marido.
Y entonces sí, doña Marisa Leticia fue humillada: un operativo policial invadió su casa, le dio vuelta a su colchón, reviró sus cajones, revisó sus ropas. Frente a la pasividad bovina, cobarde e indigna de los escalones superiores de la Justicia, vio como grabaciones ilegales, injustificadas, ordenadas por Moro, de conversas telefónicas suyas con sus hijos llegaban a la prensa que vive la que quizá sea la más sórdida de las etapas de su sórdida historia. Vio como una edición entera del nefasto ‘Jornal Nacional’, de la red Globo, llevaba a su público idiotizado cada detalle de la casa de campo que ella y Lula usaban. Hasta la marca de las cremas femeninas fueron expuestas al respetable público.
Y siguió guerrera, como siempre. Siguió con la dignidad de siempre. Pero se había transformado en una guerrera herida de muerte.
La noticia de que se había ido para siempre despertó euforia en las redes sociales.
Nada puede ser más demostrativo de la podredumbre que cubre mi país. Nada puede ser más demostrativo de que en ese fango moral en que Brasil naufraga ya casi no hay más lugar para guerreras como doña Marisa Leticia.Son tiempos de temer, tiempos de asco.