San Luis (LaNoticia) 31-07-15. En esta oportunidad convidamos la obra de Jonatán Consoli, escritor de Santa Cruz, radicado recientemente en Juana Koslay, San Luis. Con él, tenemos el gusto de compartir un taller literario en Potrero de los Funes, en “Arte Pot”, un Centro Cultural que apunta a la autogestión. En este taller fluye la voz de los poetas del pueblo como Ana Clarke, Dario Pappa, Anne Yerardi Serrano, Natasha Nmdc De Castro, Lorena Bedair, entre otros…
Poesía periodística (Parte 19)
Relato dedicado a Jonatán Consoli
Fuego
Nadie ha visto el humo aún.
Nosotros recién acabamos de hacer el amor. Una rosa perfumada se acurruca en la mesa de luz y se enfrenta a nuestras miradas gozadoras. La tarde esta quieta, pero los pájaros no se olvidaron de cantar. Percibimos que un hermoso colibrí nos cuenta en cantos algo ocurrido, pero somos inconscientes de lo que está pasando. Esperanza (mi amada compañera) se tiende una bata y se va a bañar. Con mirada picarona presiento que me invita a compartir el rito. Baboso mi ser hoy solo piensa en ella. Esos senos, ese pelo, esos ojos. Todo mío (o casi mío) no lo sé. Mojados, nuestros cuerpos entran en plena pluviosidad, ella me pide más, y yo trato de complacerla, me suplica que no pare, y soy su dicha. Por un instante siento que soy dios, pero eso es poco, no puedo ser tan necio. Ese invento de los hombres hace mucho que se olvidó del mundo y se desmitificó de mi vida amorosa. Y yo soy vuelo, revolución, delirio, memoria. Soy todo lo contrario de esa esencia que quiere preceder a mi existencia.
A Esperanza se le cae el jabón y yo me enciendo contra su trasero. Mientras la fuerza se llena de ternura compartimos amor, mordiscones. Rasguñados somos una especie de batalla de besos y de abrazos. No hay nada más hermoso que este instante, nada importa, nada existe de repente, solo el acto. Ninguno quiere abandonar este juego. Ambos sabemos que cuando todo pase hay que volver a la realidad. Al acelere de las monotonías, al colectivo roto, a verle la cara a la rutina, a los niños que requieren nuestro afecto (o defecto). No, es muy injusto, no podemos ser tan bobos y parar, no lo merecemos. No. Pero todo pasa. Nos secamos, peinamos y nos cepillamos los dientes (siempre queda en la boca ese aliento gozador, que no es bueno compartir con extraños).
¡El humo, el humo, el humo! (grita Esperanza) ¿Eso es humo? (contestó sorprendido) y con desprecio miró por la ventana.
En realidad ninguno quiere salir, es domingo, y este día es nuestro, nadie, ni si quiera el fuego, tiene derecho a robarnos nuestro tiempo. Pero la culpa es grande. La diosa abre la puerta y ve el incendio. El terreno de en frente se está quemando. Lo peor es que está lleno de chatarras, tarimas, viejas heladeras, etc.… y con la ayuda de los árboles se fortalece el fuego. Pegadito al fuego esta la casa de la familia Páez, un matrimonio de ansíanos que vive hace muy poco en el barrio. La culpa se agranda y nos da pena. Con mucho dolor emprendemos la partida solidaria hasta la casa de los buenos abuelos, a ver que se puede hacer para apagar el fuego, ya hemos postergado el rito del amor vaya a saber por cuanto tiempo (puedo asegurar que los dos estamos angustiados) pero no queremos demostrar la pena.
Todo, absolutamente todo el vecindario viene a presenciar el acto. El fuego crece y se expande la ola de humo que nos hace toser y re-toser y nos marchita el amor de a cuajo. Por un momento tenemos la sensación de que todos nos observan. Con Esperanza nos miramos y mimamos con miradas cómplices y percibimos la misma sensación. Nadie tiene nuestro color y nuestro olor. Nadie. Somos inevitablemente: etéreos.
Celestina, la vecina de enfrente, sale de su casa después de largos días de encierros y de rutinas (al divino botón, se le pasó la vida, pienso). Sus hijos la acompañan y no está mal venir con un buen mate, ya que se nota que hay para rato y nunca viene mal hacer sociales. Feliciano, su marido va por unos baldes y alguna manguera. Llegan todos. El almacenero, reconoce que se había olvidado de lo que era estar en la calle con gente y se sorprende al ver cómo ha aumentado con el pasar del tiempo la población del barrio. Mientras tantos los abuelos tiran baldes y tratan de apagar con dos o tres vecinos el fuego con una precaria manguera. Todo es humo, en esa tarde oscura. Todo es dolor, pesar y terquedad. Son más de doscientos los ojos que miran el siniestro. Por momentos da la sensación de que nadie quiere que el fuego se apague. En realidad el barrio es aburrido y monótono, nadie tiene tiempo de hacer sociales, y por primera vez en diez años de vida parece que estamos todos. Puede verse allá a lo lejos una joven lugareña presumiendo a un muchacho con cuerpo de lobo y fingiendo espanto por el fuego. Los concejales del barrio aparecen con espíritu soberbio y comentan que presentían que esto iba a pasar y que ya habían advertido a la gente de la chatarrería que deberían limpiar y desalojar el terreno lo más pronto posible.
El cura, bendice el causal encuentro popular y finge conmoverse por la injusticia, aprovechando el espacio para recordar que hay que ir a misa y colaborar con la causa divina. La oportunidad es masiva y nunca falta el tiempo para publicitar horarios para que niños y grandes hagan la primera comunión y se liberen del pecado. No falta el debate. Aparece un vecino Adventista de los Últimos Tiempos y un grupo de formales y corteses Testigos de Jehová. Grito va y palabras vienen, el más coherente resulta ser el Trula (vagabundo que acaba de perder su hospedaje en la casa abandonada en el lugar del hecho) y dice a los gritos: ¡Carl Marx decía que la inquietud religiosa es al mismo tiempo la expresión del sufrimiento real y una protesta contra el sufrimiento real. La religión es la queja de la criatura oprimida, el sentimiento de un mundo sin corazón y el espíritu de un estado de cosas desalmado. Es el opio del pueblo! Y tenía razón, reflexiona nuevamente. Sabio el Trula, che. (Pensamos con Esperanza)
No hace falta un insensato que reparte tarjetas para la discoteca y el vendedor de pan casero (entre otros). Todo se torna a una feria de ventas o un rito religioso y pagano como el de Villa de la Quebrada, en la provincia de San Luis (lugar donde vivimos). Por momentos nos miramos con Esperanza como si fuéramos dos desconocidos, somos cómplices del hecho, y también nos sentimos como sapo de otro poso. Nadie puede pasar desapercibido, todo es nuevo. Un nuevo paisaje, voces nuevas, amigos y vecinas nuevas. Pero el fuego persiste a los ojos de todos. Todos aparentemente se asustan. Comienzan las molestias en los ojos y todos tosen, porque también hay molestias en las gargantas secas. Todos. Todos son un molesto coro de babuinos.
Sorprendidos, algunos preguntan si hay muertos. Quizás ese hecho agrave la situación pero si hay sangre hay más suspenso y así nadie se querrá ir del populoso holocausto para encender la monótona TV, y continuar con el partido del domingo.
Cuarenta minutos después por fin llegan los bomberos. Los vecinos se miran de reojo y es propicio el momento para intercambiar teléfonos y planificar hacer una comisión barrial. El hecho se agrava por unas horas más y luego de apagar el fuego los bomberos exhaustos se van. Nada en el descampado. Solo chatarras quemadas. Alguien que llora y fuma uno que otro porro. Y vuela, como yo y Esperanza volábamos hace unas horas, pero en otra sintonía.
El barrio retorna al silencio que lo caracteriza. Pueden verse las ventanas de las casas con las luces prendidas y el encendido de algún televisor (algo hay que quemar, aunque sea las neuronas).
Esperanza prepara la tarea del lunes, ya llagaron los niños. Mi suegra y mi nuera vienen a quedarse a dormir. Me aparto y me apropio del silencio y voy a regar el pasto. Me pongo los anteojos y el sombrero.
La felicidad es corta. La paz dura lo necesario como para seguir soportando este mundo. Soy demasiado insensato como los del barrio. Como vos. Como el bendito sexo. Que se acaba.
Texto extraído del libro Como si fuera el fin del mundo, Ediciones Libros de la calle, año 2013, Luis Vilchez
SOBRE EL POETA
En esta oportunidad convidamos la obra de Jonatán Consoli, escritor de Santa Cruz, radicado recientemente en Juana Koslay, San Luis. Con él, tenemos el gusto de compartir un taller literario en Potrero de los Funes, en “Arte Pot”, un Centro Cultural que apunta a la autogestión. En este taller fluye la voz de los poetas del pueblo como Ana Clarke, Dario Pappa, Anne Yerardi Serrano, Natasha Nmdc De Castro, Lorena Bedair, entre otros…
Jonatán, es un hombre simple, que vino a San Luis con su familia en búsqueda de un camino: la literatura. Vivir, trabajar insaciablemente de escritor. Gozar del abrazo de río de su amada y de la ternura de sus hijos.
Más de 35 novelas escritas, una amor inmensurable por la música. El sueño de vivir en un mundo más habitable. Su herencia paternal por la incertidumbre de la ciencia. Lo hace un escritor y un amigo-hermano de la vida, que nosotros desde la admiración hoy (último día de este mes de julio) les presentamos, siempre con alegría. Siempre.
Van 2 poemas inéditos y fragmentos de algunas de sus novelas. Más información en Luis Vilches Poeta haciendo clic acá y Revista Cultural El Viento haciendo clic acá.
OBRA DE JONATÁN CONSOLI
TIBIOS E INFERTILES
Junto a una sombra apostabas
Inquieta y sonriente
Ignorancias de otros tiempos
Prometiendo desvergonzada
Caricias murmurando versos
Como voces de amaneceres
Tibios e infértiles.
Ya sé, son muchos tus soles
Y algunos hasta dan calor
Pero, ¿cómo haremos del azar
Un juego divertido
Si son acaso tus caminos
Delicias abandonadas
Que olvidarían mis huellas?
No hubo señuelos capaces
Suelo recordarme perdiendo
¡Ah, tus ojos son tan hábiles!
Perlas de abismos profundos
Como furtivos cazadores de alma
¿Por qué deseo entonces volver
A respirar tu fragancia?
SIRENA
En otros mares, lejanos y necios
Una sirena suspira mis apetencias
De dulce y temeraria confesión
Como caprichosa invocación de tormentas
Agitando el oleaje bajo mi barca
Y exhala vientos huracanados de amor
Y confía paciente a que entonces sobreviva
Y sueña con que luego naufrague hasta sus costas.
¡Ah, pero cuánto más tiempo soportaré
Amar sus arrogancias y su belleza!
Fragmentos de Novelas, autor Jonatán Consoli
PRIMERO (Fragmento de “Contradicciones”, género Novela)
“(…) Muchas veces siento profundamente azoradas mis intenciones de búsqueda, pues, insisto en que ni aun luego de haber escrutado con claridad la entera anatomía de mis errores del pasado podría volver a confiar en mi propio criterio. He habilitado alguna vez, en el curso de mis ideologías, la representación de los vicios y errores como inteligentes diablillos que aprenden a ocultarse y así desaparecer de la mirada misma de los más expertos cazadores. Y es por eso que me persigue la duda una y otra vez, y es por eso que insisto en poner en tela de juicio cada cosa que pienso. Pues hoy temo no estar viendo el paisaje tal como verdaderamente es. Sí, verdaderamente desconfío de ese hambriento león que pueda estar confundiendo su lomo rubio entre los pastizales alimonados del atardecer, tanto como sospecho de esas malditas raíces grisáceas que camuflan con sus conformaciones zigzagueantes muchos dorsos de serpientes”.
SEGUNDO (Fragmentos de “Posada de las Rocas”, género Novela)
“(…) A primera impresión mi estadía allí sería mejor de lo que había esperado, pero como los motivos del viaje habían sido una noticia triste y repentina, sentía culpa por cualquier indicio de bienestar. Si existía algún secreto para hacer converger el placer con la obligación, bien, yo no lo sabría nunca. Eran para mí como imanes de distintas polaridades forcejeando la potestad de la razón. Sentí que finalmente no lograría disfrutar del lugar como lo hubiese hecho en cualquier otra ocasión, y que, en todo caso, una ocasión futura sería casi tan trágica como ésta, ya que, de volver algún día, el lugar alimentaría con recuerdos tristes mi estadía. Era una verdadera lástima haber conocido aquella hermosa Posada en tan incómoda situación. La había condenado, sin querer, a no hacerme feliz nunca”.
“(…) Al volver a mi habitación, la cama se veía esplendida, tentadora. La deseé como hacía tiempo no deseaba alguna cosa. Sin perder tiempo me hundí en su colchón blando como una nube, y coloqué mi reloj de pulsera sobre la mesa de luz. Una suave brisa se había despertado para hamacar las copas de los árboles casi como haciéndoles un masaje, y provenían también del inmenso bosque unos silbidillos tan dulces como el canto de sirenas encalladas en alguna costa lejana. Las eufonías agudas que emitían los grillos conformaban un colchón musical esplendido, graciosamente invadido por rumores de sapos y otros insectos nocturnos.
Pero entonces la brisa se detuvo y la extrema quietud me permitió oír hasta el seco aletear de las polillas merodeando alguna lámpara exterior. Parecía haberse detenido hasta la mismísima rotación de la tierra. A su vez, la fuerza de gravedad parecía hundirme más y más pesadamente dentro del colchón y ya casi no podía evitar que mi vigilia tendiese a debilitarse. El colchón era ahora como un foso gigantesco que me devoraba como arena movediza. Mientras mis ojos se cerraban sacudí fuertemente la cabeza intentando escapar del trance entre la realidad y el ensueño, pero sin éxito alguno. Comencé a presentir, con intuición de certezas, que me dormiría de un segundo a otro y sin poder evitarlo. Me sentí bajo los efectos de alguna potente droga.
Cuando dejé de luchar contra el sueño caí por un oscuro túnel que parecía arrastrarme hacia unas profundidades impensadas. La oscuridad era completa, y entonces lo que quedaba de mi mente debía imaginar los detalles del viaje, convidada de otros sentidos. Mis ojos habían sido cerrados con la incontenible fuerza del mundo onírico. Los sonidos del jardín habían desaparecido y mis oídos ahora servían sólo para percibir los latidos de mis órganos, los movimientos de mis jugos interiores y toda clase de arritmias espantosas que ningún sentido tenían”.
TERCERO (fragmento de “El Fotógrafo, piel de pez”, género Novela)
“(…) El rito fúnebre duró poco menos de veinticinco minutos, y para cuando el sepulturero ya cargaba sobre el túmulo fresco la última palada de tierra negra, comenzaron a caer unas tímidas gotas de lluvia, más bien como una garúa fina y no tan molesta. Algunos, los de más edad, comenzaron a retirarse del lugar. Buscaban con la mirada la salida más próxima del cementerio. Probablemente, a los setenta u ochenta años, no resulte muy alentador pasar demasiado tiempo entre lápidas. De sólo verles el rostro es fácil suponer que la humedad hace a los huesos lo mismo que la muerte hace a la esperanza. Otros, los de mediana edad, se quedaron alrededor de la viuda, la ahora triste pero desde siempre hermosa Lila Haider. El silencio es, por momentos, sepulcral, y perdón si el calificativo resulta un tanto peyorativo, pues no parece haber uno más apropiado. Apenas audible, o dificultosamente audible, valga corregir, es el sonido que produce la fina garúa al estrellar sus miles de pequeñas gotas, que son más bien como fina vaporización, contra las terrazas de las negras capellinas o las cimas de los hombros de los tapados y los trajes. Un ave que vuela bajo, realmente muy bajo, y que probablemente sea un cuervo, pues su negrura entenebrecida por el entorno, a veces confundible hasta con su propia sombra, proporciona graves sospechas de serlo, busca refugio trazando diagonales entre las ramas de un gran árbol y la ruginosa pared de un antiguo panteón. En estas idas y vueltas emite su particular graznido, aunque, aún pese a su natural estridencia, no es suficiente para perturbar el mutismo de la tarde e incluso, de tan irrelevante, es razonable que se lo aliste, inconscientemente o no, entre las nostalgias propias del silencio, volviéndolo un graznido inadvertido y por inadvertido inexistente, o quizá propio de otro orden de cosas, presumible a una distinta percepción auditiva del mundo. El ave, se podrá suponer entonces, estaría en pleno derecho de sentirse ofendido ante semejante menosprecio, pero sólo si no fuese porque, dejando de lado su condición irracional, la cual es de conocimiento de todos que no le permitiría ejercer derecho alguno ni sostener reclamos, y por la sola porfía de alcanzar una idea un tanto más amplia del asunto, convengamos: no es precisamente el cuervo un animal en situación de exigir especiales atenciones, reverencias, tributos ni homenajes suntuosos, pues, su oscura reputación lo hace merecedor de tales y hasta mayores apatías. No obstante, y aferrado a esta última afirmación, es esperable que pueda reprochar el lector que es el cuervo inobjetable merecedor de toda atención posible, es decir, todo lo contrario a lo expuesto. Pero el caso es que, importa advertir, dentro de un cementerio es el cuervo semejante a la gárgola que descansa su inocuidad entre las paredes de una iglesia y que coexiste con ella de un modo imperceptible, insignificante, plausible de cualquier desatención, sea ésta voluntaria o no, porque ambos, el cementerio y el cuervo, resultan ser igual de sombríos, comparten fábulas, están rodeados de conspiraciones infernales, despiertan en los ánimos del hombre parecidas inquietudes, tribulaciones y hasta repulsiones, y es por esto que nuestro ave no se destaca en aquel paisaje, es desatendido con la más irreconciliable omisión, es fríamente pasado por alto, porque negro sobre negro es nada para el ojo ordinario.