El ministro de dijo que quiere tener una relación constructiva con los acreedores, que pretende definir un horizonte con superávit fiscal primario, que presentará un programa macroeconómico integral y consistente en términos fiscales y monetarios y que atenderá los múltiples desequilibrios para ordenar la economía. Estos postulados deberían ser la mejor música para que escuche la grey de la ortodoxia. Pero la inmediata reacción de los miembros de esa secta no tuvo el pudor del silencio luego de otro estrepitoso fracaso neoliberal. Inexperto, pasante y académico que no conoce la función pública fue la furia arrojada sobre Martín Guzmán, además de criticarlo porque no hizo anuncios. ¿Qué les molestó de la presentación? ¿Por qué esa irritación que no demostraron con el grupo de economistas que asaltó espacios del Estado durante el macrismo para desplegar una gestión desastrosa?
La diferente recepción a Guzmán, a quien no le concedieron ni el mínimo margen de duda, contrasta con la posición servil que tuvieron con el albacea de la fortuna de Amalita Lacroze de Fortabat, Alfonso Prat-Gay, con el ultraortodoxo desconectado de la realidad Federico Sturzenegger, con el mesadinerista y especialista en negocios financieros para amigos Luis Caputo, con el columnista de TN y uno de los peores ministro de Economía de la historia argentina Nicolás Dujovne, con el destructor de la actividad productiva con tasas de interés delirantes por lo elevadas Guido Sandleris, y con el resto de economistas macristas que no se cansó de hacer gala de la soberbia de la ignorancia.
Orientación
La reacción patética de cuestionar a Guzmán, a las pocas horas de un nuevo gobierno y equipo económico, se explica en lo preciso que fue el titular de Hacienda en definir cuál será el rumbo de la economía: superar el virtual default, iniciar un proceso de desinflación, frenar la caída de la economía para poder así comenzar la recuperación, y que ésta sea de abajo para arriba, mejorar con un ingreso extraordinario la capacidad de compra de jubilados, priorizar la cuestión social de los sectores más postergados, y que todo esto lo quiere realizar sin aplicar un ajuste.
Es un cambio radical de orientación en la administración de la economía, a contramano de los postulados del fracaso que economistas y analistas conservadores siguen difundiendo con impactante impunidad. Alberto Fernández, en el discurso ante la Asamblea Legislativa, y Guzmán, en la primera conferencia de prensa, dejaron en evidencia el desastre económico, social y laboral que entregó el gobierno de Macri.
Resulta muy meritoria y necesaria la invitación de Alberto Fernández a superar enfrentamientos, que en los últimos años se han resignificado en el concepto grieta. Pero una cosa es intentar cortar el negocio mediático de «la grieta», que alimenta un resentimiento global y provoca una densidad social muy perturbadora de la convivencia democrática, y otra cosa es convalidar la desvergüenza de grupos sociales e intelectuales responsable de dejar tierra arrasada. Y, como si no existiera el pasado reciente, ellos se erigen inmediatamente en fiscales maquillados de neutralidad para cuestionar cualquier iniciativa en materia económica del nuevo gobierno.
La reacción destemplada de miembros de la ortodoxia a la presentación pública de Guzmán fue la prueba de que el discípulo del premio Nobel Joseph Stiglitz ha comenzado a transitar el sendero correcto para rescatar de la pesadilla neoliberal a la que fue arrojada la economía.
Debate
Con la propuesta no inmediata de conseguir un superávit fiscal primario, Guzmán realizó una provocación con dos destinos. Uno dirigido hacia los ortodoxos, que quedaron descolocados porque un miembro de la heterodoxia expuso la necesidad de un saldo positivo de las cuentas públicas; y el otro fue enviado hacia los heterodoxos, corriente de pensamiento que vincula superávit con ajuste recesivo.
La obsesión ortodoxa por el superávit fiscal está asociado con medidas de achicamiento del Estado, reducción del gasto público, despidos masivos de empleados estatales y baja de impuestos. Se trata de la receta del ajuste tradicional, que el mundo conservador está repitiendo sin pausa desde hace décadas. Pero cuando es propuesto por un miembro de la heterodoxia, los ortodoxos se ponen en guardia rápidamente porque apuntan a que el saldo positivo de las cuentas no se conseguirá con la racionalización de la estructura estatal y con alivio impositivo, sino con aumentos de impuestos, y además aplicados sobre los sectores de mayor capacidad contributiva.
El desafío es interpretar qué implica superávit fiscal primario en el plan de Guzmán. La primera y más obvia lectura es que se trata de un mensaje dirigido hacia el sistema financiero, local e internacional, y, especialmente, hacia los acreedores privados. Como la propuesta de reestructuración implicará necesariamente una pérdida financiera para ellos, Guzmán quiere, en una negociación constructiva y no confrontativa, seducirlos de esa manera. Les promete que, después de aceptar no cobrar por dos o tres años capital e intereses y de redefinir las condiciones de pago de los bonos para el resto de los siguientes años, habrá un excedente en las cuentas públicas como garantía de sustentabilidad de la deuda.
La herejía para la heterodoxia de Guzmán no parece que sea sólo una carta a jugar en la mesa de negociación con los acreedores privados y en la próxima discusión de un acuerdo con el Fondo Monetario Internacional. En línea con la estrategia que tuvo Néstor Kirchner, el superávit fiscal viene a brindar fortaleza política para recuperar la economía de una extensa y profunda recesión y ampliar los estrechos márgenes de autonomía del programa económico, en un escenario cercado por los poderes fácticos.
El actual contexto económico local y el inestable marco regional y mundial son diferentes al de 2003. El superávit fiscal, con esencia heterodoxa, tendría las siguientes motivaciones:
1. Fortalecer al Gobierno en la negociación con los acreedores.
2. Tener una posición más firme en el frente fiscal para disuadir intentos de desestabilización económica desde el frente cambiario.
3. Arrebatar una de las principales banderas del mundo económico conservador, utilizada para debilitar los proyectos económicos de desarrollo nacional.
Fuentes
Para evitar confusiones, proponer un superávit fiscal en un determinado periodo es una medida esencialmente política, no sólo económica. Es una herramienta de disputa en el terreno de la política, con diferentes factores de poder interviniendo. En términos económicos, existen abundantes estudios académicos, además de evidencia empírica, que muestran que el dogma de la ortodoxia con el superávit fiscal es un desatino.
Tener superávit fiscal no evitará una corrida cambiaria, puesto que la fuga hacia el dólar puede ocurrir con déficit como con saldo fiscal positivo. No existe una vinculación comprobable entre el nivel del déficit fiscal y la frecuencia de corridas. El superávit fiscal entonces sería un transitorio instrumento de disputa política en el escenario económico.
Aclarado ese marco político-económico conceptual, más que discutir cuánto es el saldo de las cuentas públicas, la clave es identificar cómo se conseguirá el superávit. Esto implica definir si el resultado positivo se obtendrá con un ajuste tradicional o, por el contrario, se alcanzará con una mejora sustancial de ingresos tributarios provenientes de sectores con mayor capacidad contributiva.
Esta última fuente adquiere mayor volumen cuando la economía se precipita en un ciclo de crecimiento sostenido, lo que reportará un aumento progresivo de la recaudación de impuestos. Se trataría de ese modo de un superávit fiscal virtuoso, alejado del vicioso del ajuste con desenlace en recesión.
Este tipo de superávit fiscal con sello heterodoxo debería ser acotado en el tiempo, hasta la recuperación y consolidación de las funciones básicas del Estado arrolladas por el macrismo, por una razón sencilla: todo superávit del sector público equivale a un déficit del sector privado, y viceversa. Esta es una identidad contable elemental.
Regla básica
Por eso es un desvarío de la ortodoxia el postulado de un superávit fiscal como norma general, porque así se está proponiendo el déficit y, por lo tanto, el mayor endeudamiento del sector privado también como regla permanente.
Esta última situación no es ni deseable ni real en la mayoría de las economías; más bien los superávits fiscal son excepcionales. El Estado tiene la potestad de emitir moneda y exceptuando ciclos muy breves, gasta más de lo que recauda. Las estadísticas mundiales de los presupuestos nacionales son contundentes en ese sentido: The World Factbook, una publicación de la Agencia Central de Inteligencia de Estados Unidos, detalló que de los presupuestos nacionales 2017 de 184 países, sólo 22 tenían anotados superávit (entre ellos, Alemania, Corea del Sur, Países Bajos, Suecia, Suiza, Noruega, Taiwán, Nueva Zelanda). No hay información de cuál fue el resultado final de esos presupuestos, siendo lo más probable de que varios de ellos no hayan podido alcanzar un resultado positivo.
La regla básica, a contramano del discurso dominante, es que el déficit fiscal es la norma y el superávit, la excepción.
Para el caso argentino, en virtual default y después de cuatro años de neoliberalismo que dejó tierra arrasada, el superávit fiscal durante un ciclo corto, ya lanzada la recuperación de la economía y con fuentes impositivas progresivas, se presenta como una opción política luego de otra reestructuración de la deuda.
Liberar recursos
Guzmán adelantó que en 2020 no existe espacio para un ajuste fiscal, pero tampoco para una expansión ni del gasto público ni de la emisión monetaria. El interrogante inmediato es ¿de dónde saldrán la plata para encender los motores de la economía, como prometió Fernández? La respuesta: de los fondos que quedarán liberados de la postergación del pago de intereses de la deuda. Por eso es tan relevante, como urgente, la negociación con acreedores privados.
David Cufré publicó el jueves pasado en este diario que en el presupuesto 2020, diseñado por el gobierno de Macri, se proyectaban pagos de deuda pública por 1,2 billones de pesos, equivalente al 19,3 por ciento del total del gasto público. Con la propuesta de Guzmán, ese dinero no irá a manos de bancos, fondos de inversión y poseedores individuales de bonos argentinos, sino que se redistribuirá en otras partidas del gasto público, lo que será un potente factor de estímulo de la demanda.
Como la situación fiscal es apremiante y la posibilidad de la expansión monetaria limitada, más aún cuando días antes de la retirada del macrismo el Banco Central fue un festival de emisión, la reestructuración de la deuda pasó a ser clave en la estrategia de Fernández para retomar el sendero del crecimiento .
La liberación de recursos destinados a pagar deuda será una de las principales fuentes para alimentar la demanda y, como se sabe, encender los motores de la economía. Habrá otras dos fuentes de dinero.
Una, el alza de impuestos, como Bienes Personales y el cargo por compras en el exterior con tarjetas, y la suba de las alícuotas de los Derechos de Exportación. La otra, el incremento de la recaudación impositiva por crecimiento económico. Esta última se originará en el círculo virtuoso de la expansión de la demanda, que los planes de ajuste interrumpen para arrojar a la economía al círculo vicioso del achicamiento y, por lo tanto, de la merma de los ingresos tributarios.
La política fiscal expansiva entonces tendrá sus pilares en los recursos provenientes de la postergación en el pago de intereses de la deuda, de más impuestos y de más recaudación por el incremento de la actividad.
Círculo rojo
Para disponer de más recursos el gobierno de Alberto Fernández apunta en tres direcciones: la reestructuración de la deuda afectando los intereses del mundo de las finanzas; el aumento de impuestos alcanzando a grupos sociales acomodados; y el alza de las retenciones involucrando al sector agropecuario. La previsible resistencia, como la que ya expresan dirigentes de la Mesa de Enlace o las quejas de miembros de las clases media y alta, quedará probablemente neutralizada por la ansiedad que tiene el denominado círculo rojo para frenar la caída de la economía.
Del mismo modo que en la crisis 2001-2002, el mundo empresario y financiero está apremiado por recuperar la tasa de rentabilidad y el valor patrimonial de sus activos. La economía macrista fue fulminante para sus negocios y capital en estos dos últimos años de recesión y derrumbe de las cotizaciones de acciones y bonos.
Las quejas por las retenciones, la quita en la deuda pública, más impuestos y doble indemnización serán las predecibles y no habría que esperar otra cosa. Pero, a la vez, esos mismos empresarios y financistas están ansiosos para que la economía reinicie un ciclo de crecimiento para mejorar la ecuación económica-financiera de sus negocios. Y saben, por la experiencia del 2002 y, fundamentalmente, a partir del periodo político iniciado en 2003, que esas medidas son imprescindibles para que la economía frene la caída y comience a crecer y, de ese modo, volver a ganar dinero y a recuperar el valor de sus empresas.