Por: Mauricio Rabuffetti
El velatorio del autor de «Las venas abiertas de América Latina», fallecido el pasado lunes, reunió al presidente Tabaré Vázquez, su antecesor «Pepe» Mujica, y hasta al músico español Joan Manuel Serrat.
Fue un lunes difícil para los amantes de las letras. Desde la mañana, la noticia del fallecimiento del Nobel de Literatura alemán Günter Grass recorría los medios del mundo, amplificada por las ahora siempre presentes redes sociales.
En Uruguay veníamos de un fin de semana cargado de novedades. Estados Unidos y Cuba habían finalmente roto el hielo que los separó durante casi seis décadas en la Cumbre de las Américas de Panamá. Barack Obama y Raúl Castro se habían dado la mano, un gesto simbólico que -el tiempo dirá- podría ser el preludio de nuevas relaciones entre estos dos eternos rivales. Durante las horas que siguieron incluso leí algún titular rimbombante que, palabras más, palabras menos, resumía el encuentro con esta frase: «La guerra fría terminó». A buena hora nos damos cuenta, reflexioné.
El fin de la Guerra Fría, en mi agenda histórica personal, lo marcaban la caída del muro de Berlín -o mejor dicho el empujón de libertad que terminó de tirarlo en 1989-, y la desintegración del bloque soviético. Lo demás, era y sigue siendo para mí anecdótico. Pero en América Latina, al menos desde algunos sectores de izquierda, todavía se vive una fuerte desconfianza hacia uno de los protagonistas de aquel tiempo histórico pasado de la segunda mitad del siglo XX; hacia uno de los líderes del bando «anticomunista».
La literatura crítica que encarnaba el pensamiento de la izquierda latinoamericana floreció en aquellos tiempos a pesar de la falta de espacio, de la censura, de los exilios. A pesar de todo. Algunos líderes de la América Latina moderna que se colocan a la izquierda del espectro político todavía evocan en sus discursos a aquellos a quienes leyeron en su juventud o cuya obra conocieron por referencias. Y las críticas a Estados Unidos siguen allí, campantes y presentes, aunque el gigante del norte tiene olvidado – bastante olvidado por cierto- al resto del continente americano desde hace ya mucho tiempo.
Eran las 09:30 de la mañana y mi celular sonó. La corresponsal de El País de Madrid en Uruguay sonaba agitada. «Oye Mauricio, en España corre el rumor de que murió Eduardo Galeano y aquí no veo nada. ¿Tú sabes algo?», me preguntó Magdalena Martínez.
El escritor uruguayo estaba mal desde hacía ya algunos años. Había sido operado y tratado por cáncer de pulmón en 2007 después de una vida de fumador, y aunque al comienzo pareció recuperarse, en los últimos tiempos su salud sufrió complicaciones.
El rumor bien podía ser cierto. Hacía meses que a Galeano no se le veía en público y se sabía que no estaba bien. Pero a esa hora todavía las radios y páginas de internet locales no tenían esa información disponible y comenzó el trabajo de chequear. La tarea terminó rápidamente. Fuentes de un hospital montevideano en el que estaba internado confirmaron que Eduardo Galeano, de 74 años, había fallecido.
Se había ido el periodista, ensayista, y autor del libro «Las venas abiertas de América Latina», que lo convirtió en una referencia casi automática para la izquierda latinoamericana a comienzos de los años 1970.
No pude dejar de notar -como muchos otros periodistas y analistas han señalado en estos días- la sucesión de hechos que habíamos presenciado desde el fin de semana: Obama saludando a Castro; Cuba que empezaba a volver al sistema interamericano con los Castro todavía en el gobierno; y Galeano, que simpatizó y también criticó al castrismo, muerto horas después. Si un guionista hubiera presentado la secuencia su película hubiese sido, con seguridad, poco creíble.
Para el mediodía, la muerte del escritor uruguayo estaba en la portada de los principales medios del mundo. El rostro de Galeano con su mirada penetrante, siempre retratado con algún gesto en sus manos que acompañaban su hablar pausado, estaba en absolutamente todos lados. Dicen los que saben que incluso se convirtió en un «trending topic» mundial en Twitter, otra ironía para un hombre que aseguraba desconfiar de las máquinas porque -según decía- tenía la sospecha de que beben de noche.
Fue precisamente la red del pajarito azul el vehículo escogido por muchos mandatarios latinoamericanos para lanzar un mensaje de despedida al autor de «Memorias del fuego». Creo que el primero fue el ecuatoriano Rafael Correa, aunque después fueron tantos los mensajes por todos los canales disponibles que terminé perdiéndome. El mundo entero le decía adiós a Eduardo Galeano.
En Uruguay se anunciaba que sus honras fúnebres se realizarían en el Salón de los Pasos Perdidos del Palacio Legislativo, en la sede del Congreso, al día siguiente.
Allí son velados los restos mortales personas consideradas importantes para el país. El presidente Tabaré Vázquez asistiría a un velatorio que tendría visos de homenaje. Vázquez, un hombre de izquierda, pragmático y con marcado perfil de gestión, médico de profesión, tuvo una carrera política bastante alejada del romanticismo que inspiró Galeano desde sus páginas.
El mandatario habló el martes con los periodistas que estábamos allí. Calificó al escritor fallecido de «gran uruguayo» y «gran latinoamericano». También se hicieron presentes el ex presidente José Mujica, quien fuera guerrillero en su juventud, y el cantautor español Joan Manuel Serrat.
El martes, periodistas de medio mundo llegaron al lugar. Las principales agencias mundiales de noticias estaban allí con equipos apostados para retratar una circunstancia triste y a la vez histórica para los latinoamericanos, como lo estuvieron en Panamá pocas horas antes para mostrar otro hecho histórico.
Galeano fue despedido en medio de una salva de aplausos pedida por el vicepresidente uruguayo Raúl Sendic, cuyo padre, fundador de la guerrilla tupamara en Uruguay fue amigo del escritor. Cientos de personas aplaudieron emocionadas durante varios minutos a un autor que por una u otra razón, había dejado su marca en ellos. Tal vez por su capacidad de decir las cosas de manera sencilla; tal vez por afinidad ideológica; o incluso por haber tenido el coraje de decir alguna vez que no volvería a leer algunas de sus propias páginas, en un reconocimiento de que obras como las suyas son -a veces- hijas de un tiempo histórico y con el transcurso de los años pueden pasar de ser referencia para algunos a testimonio de una época que quedó atrás.
En ese momento, en medio de los aplausos, recordé la primera entrevista que había visto a Galeano en la televisión de Uruguay, a donde retornó una vez restaurada la democracia en 1985 tras una dictadura de 12 años.
El hombre contó que escribía a mano, y tachaba y borroneaba y reescribía. Y le mostró a la periodista que le preguntaba una libretita diminuta de tapas oscuras y páginas amarillas (otra vez, creo). Parece que siempre cargaba con algunas de estas libretas para tomar notas de cosas que veía.
Entonces, yo que empezaba a leer, pensé que sería un mecanismo interesante para atesorar recuerdos, o incluso para retratar realidades, ese de escribir.